En Canadá, y de nuevo en la carretera, sostenemos el volante que dirige once metros de cacharro rodante. Hemos alquilado la autocaravana en la ciudad de Vancouver para describir un circulo de 4.000 kilómetros en la costa oeste, desde la enorme isla del mismo nombre a los glaciares de las montañas rocosas. Nuestro mastodonte se disloca a lo ancho apretando un botón y su espacio interior se multiplica. Es un auto muy norteamericano, desmesurado, de entrañable mal gusto y totalmente automático. Solo le falta la cabeza de ciervo en la pared.
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Osos, bosques y tramperos
Miro adelante, dirijo la maquina y silbo a la radio. Las carreteras son anchas, rectas y con el asfalto en buen estado. El paisaje que nos rodea quita el aliento. Entre enormes picos nevados y una inmensidad absoluta de arboles siento un eco que me guía: es la fiebre del oro que determina este impulso viajero, la misma fiebre que trajo a estas tierras a buscadores indómitos armados de pala, pico y esperanzas desesperadas. Como Jeremíah Johnson, tras un corazón dorado.
Se intuye un respiro de los agobios europeos en los horizontes con gigantismo y un sosiego nuevo hecho de bosques infinitos y mayoría animal. El Yukón tiene alma infantil; los rápidos de los ríos y los osos pardos admiran mi estampa mestiza y trampera, casualmente desenfadada. O eso me parece. Me he comprado un gorro con cola de mapache en una gasolinera y me creo El último Mohicano. Así hago realidad ensoñaciones hechas de libros y televisión en la niñez.
Pero avanzamos, cruzamos este país adolescente. Recorremos la cresta de las montañas rocosas y disfrutamos la hospitalidad y simpatía de sus gentes. Canadá se ha curado los granos púber del conflicto americano a base de temperancia y de respeto social, abrumados sus habitantes por la enormidad natural y sobrecogedora que contiene el dibujo de sus fronteras. Sus vecinos del sur les consideran unos blandos y hacen chistes a costa de su ‘cortesía y educación’. A ellos no les afecta en absoluto.
Canadá existe
Los tótems de las primeras naciones y los postes de teléfono se estiran paralelos a la carretera y las vías del ferrocarril atraviesan el bosque montañoso como una cicatriz del progreso. Puentes, túneles, viaductos… resulta fácil entender que la historia de Canadá se escribió basándose en la conquista de la naturaleza, en la construcción épica de vías de comunicación y no por el genocidio de las comunidades nativas, como ocurrió en USA.
Los parques nacionales de Banff y Jasper, en el estado de Alberta, y el de Glacier, en la Columbia Británica, no decepcionan. Los recorremos despacio, disfrutando de encuentros fortuitos y afortunados con osos negros y pardos, alces, águilas y caribús.
En Canadá encontraremos más de la mitad de los lagos del mundo, es el segundo país mas extenso del planeta y solo tiene 30 millones de habitantes humanos. En los estados que atravesamos el autoestop es delito penado, tanto para el que solicita como para el que recoge. A partir de las 10 no se vende alcohol y beber en lugares públicos esta prohibido. Circulamos por áreas que se patrullan en avión; la poli te ve desde lo alto y así se consuma el orden celestial.
El Salvaje Oeste
Como hemos comentado, los humanos somos minoría en Canadá. Hay muchos más animales «salvajes» censados que personas «civilizadas». Aquí los incendios se respetan como fenómenos regeneradores, se provocan, igual que los aludes. En 50 años cualquier espesura se endemonia e impide la vida de mamíferos en su asfixiante entramado vegetal. En verano los osos y los caribús salen enloquecidos a la carretera escapando de las picaduras de los mosquitos. Solo en el Parque Jasper murieron el año pasado casi 150 animales atropellados.
Las indias no sonríen a la foto que disparo desde la ventana del auto al cruzar la reserva. Derribaron sus tótems y clavaron enormes cruces del progreso en su lugar. Los recién llegados les concedieron subsidios de alcoholismo y el derecho a vivir de prestado en sus propias tierras. Escuchamos en la radio que el gobierno está preocupado por la tasa de suicidio aborigen y el aumento de los osos negros.
Vancouver island
En la bahía de Tofino los hidroaviones son el medio de transporte más habitual. Estos aviones barco comunican las islitas satélite rodeadas de roca y playas sin pisadas. En los pantalanes del puerto se limpia el salmón recién pescado y alguna lancha sale para avistar ballenas y lobos marinos. Las coloridas cabañas de madera destacan sobre el fondo sobrecogedor de las cumbres nevadas, tapizadas de arboles.
Hemos llegado aquí conduciendo y a través del mar. El ferry que deja el continente sale de Tsawassen y navega entre islas hasta desembarcar en la mayor de todas, la de Vancouver. En la bodega del barco se cura el complejo de gigantismo que producían las dimensiones de nuestra autocaravana; parece un enano de seis ruedas encogido entre desmesurados tráileres. Desde cubierta se distinguen calas arenosas, casas somnolientas en la orilla verde, pequeños cabos y faros diminutos.
La secuoyas y los altos cedros llenos de musgo se agrupan esbeltos, tapizándolo todo y parece que apartándose lo justo para dejar pasar a nuestro vehículo. Escoltan serios pero no enfadados nuestra llegada. Su espesura está llena de presencias que nos contemplan tranquilas, que perciben la emoción que nos traspasa cuando distinguimos Tofino, un asentamiento multicolor, una joya engarzada en el perfil de la costa.
Las pocas rutas de asfalto que atraviesan estos bosques van siempre acompañadas de vías peatonales. Discurren los carriles verdes a lo largo de enormes arenales bañados por el Pacífico, ideales para el surf, aunque de aguas frías incluso en verano. Las señales que avisan del peligro de tsunamis o que señalan las rutas de escape al maremoto alertan del poder de ese mar. Un poder que sientes al contemplar la enormidad salvaje de playas rodeadas de espesura virgen hasta el infinito.
Enormes troncos traídos por el océano salpican la costa, no se ven casas ni parkings, no hay papeleras ni socorristas, tampoco gente. Solo olas, arena, cielo y águilas de cabeza blanca que otean tu sombra alargada paseando sin destino.
I Love Canada
Cuatro mil Kilómetros rodados por la Transcanadá Highway, la 99 norte, y solo nos llevamos un destello de su enormidad en la retina y una sensación de infinito, de pequeñez propia y de naturaleza virgen. Tal y como debía ser Europa antes del ‘progreso y la civilización’.
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Bienvenido, púgil.
Gracias Iñigo! Yo me veo mas de fintas que de golpes.. Un abrazo!