Antes de entrar a surfear, Kyle observa el mar de manera automática. Cuando asiente con un gesto atravesamos rápido los últimos metros de bosque para llegar a la arena. Periplo forestal, enramada de pasos, eslalon troncoso que nos lleva hasta la playa, al surf en Canadá. Kyle no ha visto aletas de orca cerca de la orilla. Y con una carcajada sonora celebra no cruzarse con osos vagabundos esta mañana de verano.
Tu, acostumbrado a la escala europea, te maravillas con la altura de arboles infinitos, con la ausencia de casas durante millas y la vastedad del arenal. Te sientes pequeño, insignificante en la enormidad que te rodea. Es una soledad nueva y extrañamente agradable, aunque abrumadora. El cielo brilla en la isla y las águilas de cabeza blanca planean las térmicas desde las montañas nevadas del interior.
Hemos llegado aquí conduciendo y a través del mar. El ferry que deja el continente sale de Tasawwassen y navega entre islas hasta desembarcar en la mayor de todas, la de Vancouver. Aparcar la autocaravana en la bodega del barco cura el complejo de gigantismo que te producían sus dimensiones; pareces un enano de cuatro ruedas encogido entre desmesurados tráileres. En la navegada distingues desde cubierta calas arenosas en las islitas, casas somnolientas en la orilla, pequeños cabos y faros diminutos. Inevitable soñar con una temporada allí aislado de todo.
La carretera se dirige al norte a través de la isla. Cruzamos pueblos muy norteamericanos, asentamientos de colonos rodeados de arbolado, sobreviviendo de la industria maderera y de la pesca. Fotografías un restaurante de comida rápida inevitable en su feísmo corporativo, fuera de lugar en este western ártico. Hay una plaza de rodeo en las afueras. Los rebaños y graneros dan vida a las praderas ralas que atraviesa la Highway 1. Pero todo cambia cuando comenzamos a subir por las montañas hacia la costa exterior, la que mira al oeste, al Pacífico, a las puestas de sol.
Cada vez menos presencia humana en los 200 kilómetros que separan una costa de la otra. Se retuerce la ruta, se estrecha y se asoma a precipicios, cortados y vacíos que sobrecogen. Subimos rápidamente; vemos huellas de los aludes del deshielo reciente por todas partes. Las cumbres nevadas y las nubes añaden dramatismo a las enormes proporciones de las montañas. Se reflejan en lagos deshabitados por nuestros congéneres pero llenos de vida animal. Llueve, después nieva. Conducimos despacio y en silencio, desviando un segundo la mirada de la carretera para capturar un glaciar en la retina, una enorme cascada entre los árboles, un claro en el bosque tupido con un ojo de agua sin nombre.
Los altos cedros llenos de musgo se agrupan esbeltos, tapizándolo todo y parece que apartándose lo justo para dejar pasar a nuestro vehículo. Escoltan serios pero no enfadados nuestra llegada al océano Pacífico. Su espesura está llena de presencias que nos contemplan tranquilas, que perciben la emoción que nos traspasa cuando distinguimos las olas. Tofino, la meca del surf en Canadá, se divisa allí abajo, como una joya engarzada en el perfil de la costa.
(Continúa en: Olas, osos y ballenas- Surf en Canadá 2)
Hecho todo un cromañon
mas cerca de ese sentimiento no se puede estar, Canada!
Increíble!!
Si, Canada existe asi y solo he ruteado 4000 kms.. Mucha suerte en Alaska, txapeldun!