Abandonamos un paraguas en Tokio. No de cualquier manera, claro, sino ordenadamente, a la japonesa, siguiendo el ritual establecido. En primer lugar, al salir del parque Ueno, nos miramos a los ojos en silencio conscientes de que había llegado el momento. Enamorados y confundidos a la vez, plegamos el paraguas y buscamos un lugar donde abandonarlo. Las orillas de un banco tras las viejas pistas de tenis nos convencieron por su intimidad y sosiego. Allí lo depositamos casi con cariño y continuamos caminando hacia el futuro cogidos de la mano.
Dos años antes en Florencia, acuclillados a orillas del río Arno, fue el paraguas el que nos abandonó a nosotros, dejándonos expuestos a la crudeza del clima y de su ausencia. Pero en Tokio ejercimos la mala patria potestad del umbrellamiento y cerramos el círculo.
Poco después de volver de Japón, me abandonaste tú por un conductor de tranvía sin más explicaciones que un mensaje de texto en el teléfono y una cita en casa para recoger mis cosas y dejar la llave en el buzón.
Hoy, instalado en nuestra inconsistencia amorosa mal que me pese, he comprado otro paraguas en un bazar asiático lleno de objetos baratos pero pretendo que cargados de ilusión. Este nuevo paraguas no es muy grande aunque tiene el espacio necesario para caminar a dúo bajo su amparo. Estoy deseando encontrarte de nuevo en otra persona, llenar ese vacío y abrazar una mitad hecha de complicidades y calor que me de sentido.
He bautizado al nuevo paraguas como hace cualquiera que se recupera de una relación rota y mira hacia adelante. Abriéndolo, bajo las cuatro primeras gotas del resto de mi vida, le he llamado por su nombre, bajito, entre dientes, pero con toda la lluvia del mundo: «Comienzo».