Paseando los campos de la Sierra de Mariola distinguimos entre la espesura del bosque viejas masías, casonas llenas de encanto e historia. Al que las observa con detenimiento muestran, además, una versión gemela de si mismas, una imagen casi idéntica pero diferente. Su otra cara coexiste con ellas en el tiempo y el espacio y, dependiendo del día, puede causar terror o confortar el espíritu.
En esas casas alternativas a las reales no vive nadie, nadie cuida el jardín enmarañado ni repinta los muros. Son nuestras propias casas cuando ya no estemos, sometidas sus presencias al desgaste de los años y al olvido. Viviendas que, moribundas, ya no merecen ese nombre. Reciben al paseante con el guiño tuerto de ventanas rotas, silencio y fachadas mal maquilladas.
No hay perro que nos ladre desde la verja oxidada, no se escucha jugar a los niños ni discutir a sus padres, no humea la oscura barbacoa. El pabellón del patio está cubierto de hiedra y se inclina a un lado; cruje cuando sopla viento fuerte. Se secaron los rosales y solo quedan sus espinas disecadas sobre las escaleras, podridas desde hace tiempo.
Ruinas optimistas
Esas casas vacías son monumentos a la fugacidad de nuestros intentos, a los inútiles esfuerzos del género humano para olvidar su caducidad y perdurar. Muestras de la futilidad de todo proyecto y construcción, excepto quizá, como bien sabían los antiguos, la de los monumentos estrictamente funerarios. Las casonas vacías de Mariola nos recuerdan nuestra mortalidad, lo transitorio de nuestra existencia y la decadencia inevitable del ahora.
Pero al mismo tiempo son maravillosos testimonios de la inquebrantable voluntad humana de crear, de crecer, de sembrar aun a sabiendas del carácter pasajero de la vida. Son ruinas optimistas desde las que nos sonríen fantasmas amables que animan a continuar adelante y a vivir el momento, a pesar de todo, un día mas.
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Bellamente descrito…podríamos experimentarlo
Gracias! La Sierra de Mariola es un paraíso lleno de evocaciones