Puede que en los últimos tiempos ellas vayan ganando, no lo sé. Cada día repito las rutinas de siempre: afilar y engrasar los machetes, caminarme el perímetro sin dejar de saludar a mis amigos y atento a cada avance de esas traviesas malditas.
Me gusta mi trabajo, lo hago consciente del valor que tiene para la comunidad. ¡Que sería de Iquitos sin hombres como yo, que sería del desfile cada mañana, del paseo con las señoritas, de los turistas! Por eso camino con la cabeza bien alta estas calle. Soy conocido, ¿sabes?
Casi me cuesta recordar cuando empezó esta aventura, esta guerra, me da miedo imaginar que será de todos cuando ya no pueda hacer mi labor. Los jóvenes no valoran hoy en día, no señor. Tuve la esperanza de que mi hijo Alfonso continuara mi tarea. Era fuerte y decidido, aprendió rapidito las rutas y los senderos, a medir con precisión los límites convenientes, los de emergencia en época de lluvias. Íbamos juntos cuando no tenía escuela desde que cumplió los siete años. A él parecía gustarle acompañarme aunque nunca dijo nada. Yo me limitaba a describirle en voz alta la tarea y en los últimos días ni eso hacía, la verdad. El sabía de sobra casi todo lo que hay que saber. Pero era sólo un niño y eso la Pacha no lo perdona. Se cobró su sueldo, tuvo su ofrenda. Es de ley, no digo que no, pero la picadura de la serpiente es dolorosa y las convulsiones de un hijo afiebrado se marcan en el alma.
Quien me iba a decir cuando desembarqué en aquel muelle embarrado que esta ciudad iba a significar tanto para mí. Yo que nací y crecí en el altiplano, entre vientos fríos cargados de polvo y liquen congelado. Tantos años vividos aquí protegiendo a estas gentes hermanas del avance de lianas y arbustos, de la fotosíntesis imparable que nos devoraría a todos si no la detuviera cada jornada. Siempre me ha enorgullecido defender a la ciudad mas grande sin acceso por carretera, pero estoy cansado. Miro al mundo e intento verle la cara buena, desde siempre. Te juro que lo hago, querida . Después de lo de Alfonso, vino lo tuyo; otro funeral fue demasiado. Sin excusas, era difícil aguantar el horror. Acabé viendo la belleza triste de las cosas feas y no es que eso sea un consuelo muy grande para el desesperado.
Sin embargo en nuestra casa, rodeado de fotos que poco a poco se come la humedad y de recuerdos borrosos, hoy encuentro impulso para continuar. Me sostengo en el pitido de la vieja cafetera, en los chillidos alocados de la televisión, en las páginas del calendario. Te escribo con el último rayo de luz que se cuela por las ventanas este atardecer.
Porque tengo que confesarte que desde aquella mañana mis manos no tiemblan al agarrar el machete.
No tenia nada especial en la cabeza al caminar los lindes ese día. Éramos el río y yo. Acercándome al sendero de Tarapoto miraba sin ver, como casi siempre, el verde rizado de la tierra. Sonaba la selva como todos los días.
Y ella apareció en un recodo, o siempre estuvo, no lo se. Es alta, morena. Sus cabellos ondulados caen sobre los hombros pálidos. Su pecho es ancho, fuerte, denuncia un esqueleto poderoso, caderas tierra y labios cielo. Sus ojos me miraron un segundo nada más y me traspasó una emoción, algo. No me preguntes porqué, pero mi vida cambió en ese momento. Donde ella vive no se le cortan lianas al mundo, dijo, no se marcan los lindes de la vida. Nos miramos y supe, volví a nacer o desperté; había llegado.
En la línea de su cuerpo vi el sentido, y en su sonrisa, en su piel, me desterré sin quererlo. Lloré como llora un anciano, como un hijo, como un volcán que escupe deseo, como una mitad que encuentra complemento.
Ya no duermo apenas. Anticipo sólo nuestro próximo encuentro. Sudo las noches agitado y no es de fiebre. O puede que sí. Nadie lo sabe más que tú, que me lees ahora.
A veces pienso en lo que dejo atrás, pero solo unos instantes. Además la canoa ya esta preparada. Mañana de mañana nos vamos para dentro, me llevo el rifle nuevo. Cuando me echen de menos, cuando vean crecer el verde bajo sus pies en la plaza de armas, avisad a todos que El Lindero se ha ido para siempre.
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