Alvaro Urkiza

Literatura, viajes & arte

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Komodo – El imperio del Dragón destartalado (1)

En un remoto archipiélago de nuestro planeta vive un reptil gigantesco que ha permanecido aislado del mundo exterior, ajeno al progresivo enanismo de sus congéneres. Este enorme animal continuó creciendo cuando sus primos del resto del mundo, lagartijas y lagartos comunes, se reducían cada vez más. Con tres metros y casi cien kilos de peso, sin otro predador que él mismo, el Dragón de Komodo es el mítico rey de esas islas y se niega a aceptar que el Jurásico ya terminó.

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Hemos decidido conocerlo, ver de cerca a este monstruo. Con la inercia espontanea y algo aturdida de los ilusos audaces, nos encontramos volando sin red en una vieja avioneta hacia el imperio del Dragón destartalado. Nos apretamos fuerte las manos y sonreímos para quitarnos el miedo a 3.000 metros por encima del mar metálico y brillante.

Al encuentro del Dragón de Komodo

Sobrevolando las grandes islas de Lombok y Sumbawa vemos acercarse el perfil de las pequeñas Rinca, Komodo y Padar. Solo tres horas de vuelo separan Bali, esa triste mujerona maquillada, de la isla de Flores. Es allí a donde nos lleva el camino del reptil, la senda del lagarto. Al hogar y el imperio del viejo Dragón Rey.

Aterrizamos en la diminuta pista traqueteando la existencia y con el alivio pintado en las caritas sudorosas. Nos recibe un atardecer dorado en Labuan Bajo, el asentamiento portuario que ejerce de capital vocacional en la isla de Flores. Bullicio y desorden, territorio favorito de las ratas marinas; la ciudad es un monumento vivo a la improvisación y el cambio. Un estercolero estratégico en medio del paraíso que va a crecer desmesuradamente, como casi toda Indonesia, en los próximos 20 años.

Ahora, el turismo, las explotaciones mineras y el comercio son la esperanza de una parte de la población. Como en un asentamiento de la legendaria Fiebre del Oro, brilla esa codicia vital característica en la mirada de jóvenes que circulan rápido en sus ciclomotores japoneses.

Nosotros caminamos buscando sosiego por la orilla transparente de la playa e intuimos la presencia del Dragón en los islotes que salpican la bahía. Se entiende, a pesar de todo, porqué los portugueses bautizaron Flores a la isla: Buganvillas, Orquídeas e Hibiscos decoran este caos vital y delimitan la huella de lo humano en la naturaleza. Afortunadamente, la belleza de la primera puesta de sol desarma nuestros prejuicios, alimenta la ilusión reptiliana y nos da sed.

Una cerveza Bintang en el puerto, entre los estilizados barcos Pinisi construidos con madera noble arrancada de las selvas de Borneo, y sentir ya no da vértigo. Todo se vuelve vaivén, marea y ritmo suave; familiar al fin. La vida, a veces, es maestra impertinente, y solo tras la tercera botella comienzo a recordar el idioma que aprendí durante mis años de guía aquí, en un pasado oxidado.

King Kong y el Dragón de Komodo

Los existencia de los dragones de Komodo que buscamos es conocida por los europeos desde hace muy poco tiempo. En 1910 llegaron rumores de un «cocodrilo terrestre» a los holandeses que por entonces colonizaban estas islas.​ Su descubrimiento se hizo muy popular tras una expedición que capturó dos ejemplares vivos en 1926. Cuando los exploradores regresaron, su historia se transmitió en los cinematógrafos y periódicos de todo el mundo, y hasta sirvió de inspiración para la legendaria película King Kong de 1933.

Desde entonces, y salvados a duras penas de la extinción por la reserva natural que se creó para protegerlos, el numero de dragones se ha estabilizado en Rinca, Padar y Komodo, las tres islas deshabitadas que componen el Parque Nacional de Komodo. Desde 2020, el gobierno de Indonesia protege la isla de Komodo de los turistas (recibió más de 175.000 visitas en 2018) y reduce a 25 los visitantes diarios. Nosotros vamos a entrometernos con respeto en su hábitat, asomando la cabeza de la manera más sigilosa posible.

En la gran isla de Flores se estima que también sobreviven aún 200 ejemplares, a veces en áreas próximas a asentamientos humanos. Los locales han aprendido a convivir con este animal extraordinario desde hace milenios.

Los habitantes de Flores no tienen el aspecto asiático que en occidente imaginamos: pálidos, pequeños y de ojos rasgados. Su piel es morena y su pelo, rizado. Recuerdan tanto a los habitantes de la Polinesia como a los aborígenes australianos. Son de un cristianismo ruidoso y colorido heredado de los antiguos colonos portugueses. Gesticulan y discuten con una sonrisa el precio del pequeño barco que nos llevará a las islas del Rey Lagarto.

Es fácil llegar a un acuerdo si la intención de las partes es hacerlo y pronto la tripulación, mezcla de Bugis de la vecina isla de Sulawesi y locales de Flores, cena con nosotros pescado recién capturado en la terraza del Panorama, mirador privilegiado de la ciudad. Escuchamos reggae local en directo y bailamos con nativos y turistas. Más tarde, bajo las estrellas, contamos historias e iniciamos una complicidad que deberá acompañarnos las dos semanas del viaje. Terminamos las botellas cerrando el trato con apretones de manos y una cita por la mañana en el barco, el Empat Saudara, el 4 Hermanos.

El Empat Saudara

Al amanecer, al menos tres de los cuatro hermanos esperan en el pantalán del puerto y nos ayudan a embarcar las mochilas. No puedo evitar sentirme emocionado y percibir a mi alrededor los fantasmas de la expedición de 1926. Imagino a aquellos sudorosos naturalistas occidentales zarpando de este mismo puerto hace 90 años. Ahora, a las 8 de la mañana y bajo un sol que ya calienta fuerte, el Empat Saudara suelta amarras y comenzamos a navegar lentamente hacia mar abierto.

El petardeo y las toses del viejo motor, los crujidos del casco de madera repintado mil veces y el humo de los cigarros de clavo que encienden los hermanos consiguen sumergirnos en una atmósfera casi irreal. Tras sortear grupos de barcos amarrados y esquivar islotes de desechos flotantes en un agua aceitosa y portuaria, salimos a mar abierto alejándonos de la ciudad.

Poco a poco, nuestras cabezas se despejan de los vapores de cerveza y los ecos de música y risas de la noche anterior. Reparamos, asombrados, en el azul imposible de las aguas del mar de Flores. Con ojos entrecerrados admiramos las islitas deshabitadas entre las que pasamos, el brillo del sol en la superficie del mar, los delfines que nadan junto a la proa unos instantes. El vibrato fuerte de la maquina resuena en la cabeza y el cuerpo vibra; todo el barco vibra.

No tardaremos en acostumbrarnos al estruendo y hablar a gritos con naturalidad. Ya es normal respirar ese tufo a gasoil, aceite y especias, se vuelve natural caminar siempre agarrados de algo. Navegamos, si, en busca de los últimos dinosaurios, aunque la próxima parada será una pequeña isla cerca de Rinca. Encallará el Empat saudara en su playa sin hundirse y bucearemos en busca de tesoros hechos de coral.

El capitán detiene el motor, tira el ancla y deja que el barco descanse al socaire de una islita. Pertrechados para sumergirnos, nos dirigimos a la borda. Somos extraterrestres respirando a través de una mascara de cristal empañada y con extrañas zarpas palmípedas. Cargamos una pesada botella a la espalda y caminamos como torpes pingüinos gigantes. Pero bajo el agua se abre otro mundo.

Nuestra cita bajo la superficie nunca decepciona y los fondos de Flores son excepcionales. Flotamos en luz azul, volamos, bailamos sobre coral lleno de vida y destellos, observamos y nos dejamos observar. Silencio y burbujas traspasadas por los rayos del sol, formas y texturas imposibles en el jardín primero. Dios se volvió loco aquí, desató su imaginación en la casa de las tortugas amables. La manta raya planea a nuestro lado, los bancos de tiburones martillo escoltan a sus crías, los delfines se acercan curiosos.

Buceamos descendiendo despacio hasta un avión militar japonés derribado en la gran guerra. Duerme la maquina a más de 35 metros de profundidad y se nos aparece en la claridad mágica de los abismos. El tiempo se ha detenido en este museo submarino de la estupidez humana.

El Zero está tapizado desde la hélice a la cola por la mano delicada del coral multicolor, rodeado de grandes bancos de peces de todas las formas y tamaños. El caza parece un monumento a la inutilidad del conflicto y a la irracional búsqueda del poder. Sobre los restos del arma la naturaleza entona un canto a la belleza y a la paz. Las bocas de sus ametralladoras, calladas para siempre y huérfanas de balas y objetivos, apuntan al lecho del jardín vivo que las abraza.

¿Dragones asesinos?

Por la noche, los hermanos nos cuentan. El 4 de junio de 2007 un dragón atacó a un niño de ocho años en la isla de Komodo; el muchacho murió poco después a causa de las heridas sufridas. Era el primer ataque mortal registrado en 33 años.​ Poco tiempo después, el 24 de marzo de 2009, dos dragones atacaron a un pescador en la misma isla, dejándolo morir desangrado por sus mordeduras tóxicas. Los nativos culparon de los ataques a los ecologistas que habían prohibido los sacrificios de cabras ofrecidos antes a los dragones para atraerlos y conseguir que los turistas pudiesen verlos con facilidad y además devorando presas vivas.

Con esa prohibición se privó de una fuente de alimento artificial pero constante a los dragones, un alimento al que se habían acostumbrado. El hambre hizo que vagasen por los alrededores de los asentamientos humanos en busca de comida. Hoy en día solo quedan los restos de la atalaya desde donde, diariamente, se celebraba el macabro ritual de alimentar a los lagartos con gallinas y cabras vivas. Han tenido que pasar varias generaciones de dragones para que se normalicen sus hábitos y no dependan de la alimentación humana. Desde entonces no ha habido más ataques mortales.

Continúa en Komodo – El imperio del Dragón destartalado (2)

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