La música de Django Reinhardt habla el idioma del carromato, de la bohemia y del nómada mutilado. De la leyenda. Seduce como un chulo canalla y cabaretero que silba a una mujer en la calle. En cada una de sus notas saltarinas suena un beso robado y brilla una sonrisa cómplice.
Su personaje saluda desde el rincón más oscuro del bistró, irónico y elegante, bendecido con la vida corta de los que arden al fuego del talento y el carisma, sosteniendo la guitarra y el cigarro.
Nacido en 1910, hasta los veinte años todo fue sobre ruedas para Django. Vivía en una carreta y tocaba por los pueblos de Francia para animar el número de la cabra y el oso. Una noche ardió la caravana, se prendieron con una vela las flores de plástico que vendía su mujer. Perdió dos dedos y ganó el Jazz.
Sin saber leer o escribir, sin haber estudiado música más que en la escuela de los descampados y las hogueras, Django Reinhardt fundó el Quintette du Hot Club de France y nos regaló ensoñaciones y armonías inmortales. Recorrió el mundo coqueteando la vida. Murió a los cuarenta y tres.
Suena la banda sobre el pequeño escenario y el violín de su amigo Stephane Grappelli lo da todo, no pide más que billar, tinieblas y bebida gratis. Le acompaña Django abrazado a la guitarra, jugando con las notas como si la II Guerra Mundial y todas las miserias humanas no existieran. Como si no fuesen nada más que nubes, Nuages. Quizás tuviesen razón.