Granada, la de Nicaragua, es una de esas ciudades que sostienen la vida con personalidad propia. Nos encontramos hace algunos años de paso, como se encuentran tantas cosas, y ella sonreía dormitando a la sombra de campanarios y volcanes. Adoquinada y furtiva, se robó un lugar en mis fantasías para siempre.
Le gusta a Granada balancearse dulzona de habanos y ron en una mecedora de portal. Es señora callejera y, ya contenta, espía sin disimulo como entierran sus tesoros los piratas en los manglares del lago Cocibolca. Cuando anochece, estira las piernas igual que una gata gorda y regala ternuras a los ratones de barrio. Porque también es madre clemente, es ciudad mujer y es mestiza.
Si le preguntas, Granada, la de Nicaragua, responde que no es su vocación ser el Macondo centroamericano, la rinconada de sueños vulnerables, la patria de la ternura al ras y el paseo sin relojes. Pero bosteza arte y sonríe bonito, sugiriendo que miente y abriéndote la puerta.
Aunque cercana a Managua, su hermanastra revoltosa, ella se baña cada semana con jabones franceses y acude al baile sin importarle el bando de los cantantes. Despreciada por revolucionarios de ojos brillantes y mercaderes capitalinos, es la preferida de amantes y poetas, y por eso sus habitantes sonríen a la vida embriagados de orquídeas y fuera del tiempo.
Sos un granadino impenitente, aquí siempre tendrás hogar.
Gracias a tu ciudad, Alex, y a granadinos como tu, el romance con su magia no decae.